ROBERT OPPENHEIMER: CREADOR Y DESTRUCTOR DE MUNDOS
“Me he convertido en muerte, en el destructor de mundos”, fueron las palabras que, de acuerdo con su propio testimonio años después del evento, vinieron a la mente de Robert Oppenheimer (1904-1967), ávido lector del Bhagavad Gita, al observar la primera explosión atómica de la historia al amanecer del 16 de Julio de 1945 cerca de Alamogordo, Nuevo México. Era la culminación del esfuerzo que desde tres años atrás había dirigido para construir la primera bomba atómica, liderando en calidad de director científico una de las mayores colecciones de mentes brillantes jamás reunidas, el Proyecto Manhattan. También era el inicio de una nueva época: la era atómica. A partir de esa fecha, la humanidad desencadenó el poder contenido en el núcleo atómico y la posibilidad de utilizarlo para su propia destrucción. Siendo plenamente consciente del significado de su devastadora creación, Oppenheimer comentaría después de la destrucción de Hiroshima y Nagasaki con la nueva arma: “En un crudo sentido que ninguna vulgaridad, humor o exageración puede extinguir, los físicos han conocido el pecado, y este es un conocimiento que no pueden perder”.
Y si bien Oppenheimer de hecho pasó a la historia como el Padre de la Bomba Atómica –apelativo no del todo correcto, puesto que en el Proyecto Manhattan intervinieron muchos científicos y la bomba fue por tanto una creación colectiva y no individual–, así como un héroe trágico de la ciencia y una víctima de las políticas anticomunistas del gobierno norteamericano durante la Guerra Fría, Oppenheimer fue mucho más que eso: un gran científico por derecho propio.
Este neoyorkino aficionado a los caballos, los martinis, el sánscrito y la poesía, tuvo una personalidad muy compleja, una educación privilegiada y fue un profesor legendario, mentor de la primera generación de físicos teóricos norteamericanos. Tras graduarse summa cum laude en química de la Universidad de Harvard, Oppenheimer viajó a Europa para completar su educación superior. Primero al prestigioso Laboratorio Cavendish de Cambridge, bajo la tutela de J.J. Thomson –descubridor del electrón– y luego de P.M.S. Blackett, ambos notables experimentalistas, una traumática y frustrante experiencia para el joven Robert tras la cual decidió que no sería un físico experimental sino teórico. Y luego a Göttingen, Alemania -el epicentro de la física teórica por aquel entonces- donde se codeó con hombres de la talla de Wolfgang Pauli, Paul Dirac y Max Born. Bajo la tutela del último y con solo 23 años se convirtió en el primer norteamericano en recibir un doctorado en física cuántica –la nueva física en aquellos tiempos– y en exportarla luego al Nuevo Mundo.
De vuelta en América, Oppenheimer fundó lo que podría considerarse la primera escuela seria de física teórica de los Estados Unidos. Por esta razón muchos físicos jóvenes del país se veían atraídos hacia la Universidad de California en Berkeley –lugar donde Oppenheimer enseñaba – para estudiar con el gran físico, y algunos de ellos serían más tarde reclutados para trabajar en el Proyecto Manhattan. Puesto que, como el mismo Oppenheimer observó, Berkeley era antes un desierto –y en general Estados Unidos, pues la física cuántica brillaba por su ausencia en la academia americana– en este sentido Oppenheimer creó un nuevo mundo académico y además de su talento como científico fue un profesor inspirador, hasta el punto de que una estudiante entró en huelga de hambre por no permitírsele asisitir por cuarta vez como auditora al curso de mecánica cuántica que dictaba Oppenheimer. En su grupo de investigación se discutían los aspectos filosóficos de la interpretación de la nueva física cuántica, que inspirarían a alumnos suyos como David Bohm, y se investigaban también asuntos de física nuclear y astrofísica. De hecho, junto con sus estudiantes George Volkoff, Hartland Snyder y Robert Serber –el último sería luego su mano derecha en Los Alamos– a finales de los años 30’s Oppenheimer demostró que podían de hecho existir las estrellas de neutrones y los agujeros negros: las primeras son estrellas pequeñas pero muy densas, resultado de la explosión de una supernova, cuyo colapso gravitatorio solo es impedido por la presión de los neutrones que la componen. Si dicha estrella rebasa una masa máxima, que ellos también calcularon, implosionaría de forma irreversible para formar lo que hoy conocemos como un agujero negro, del que ni siquiera la luz podría escapar.
Sin embargo, aparte de dirigir un pequeño grupo de estudiantes de investigación, nadie –ni siquiera él mismo– hubiera dado nada por él como director de un proyecto de la magnitud y envergadura del Proyecto Manhattan. La acertada apuesta fue hecha en 1942 por el General Leslie Groves –el director militar del proyecto– y Oppenheimer excedió todas las expectativas, tanto a la hora de resolver problemas prácticos como la localización del laboratorio secreto de Los Álamos, la exploración del nuevo método de implosión para la detonación de la bomba de plutonio y el reclutamiento de científicos para el proyecto a lo largo y ancho del país, como también con su carisma y talento a la hora de coordinar un grupo de genios excéntricos, y esto no sólo durante su dirección del proyecto sino también después del mismo, cuando regresó a su amada academia –su verdadera vocación– en su nuevo cargo como director del Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Princeton, donde sería una vez más jefe de genios, entre ellos de nadie menos que Albert Einstein. Muchos físicos coinciden en que fue en gran parte gracias al ejemplar y eficiente liderazgo de “Oppie”, como lo llamaban afectuosamente, que los aliados pudieron ganar a los nazis la carrera por la bomba. Esto aunado, por supuesto, al no menos efectivo liderazgo del general Groves, cuyo proyecto anterior había sido la construcción del Pentágono, en lo que atañe a la oportuna construcción de las plantas necesarias para producir el uranio y el plutonio requeridos para la bomba, y a la estrecha y positiva relación que ambos, general y profesor, mantuvieron durante el proyecto.
Crédito imagen: Life Magazine, 1947
Pero su triunfo también conllevó fracasos. Y en su caso, un doble fracaso, personal y público. Tras el uso bélico de las bombas en Hiroshima y Nagasaki, Oppenheimer nunca se repuso del tormento interno que el estigma de “Padre de la Bomba Atómica” le generaba. Es aquí donde la analogía con Prometeo de los biógrafos de Oppenheimer Kai Bird y Martin Sherwin cobra su sentido: “Prometeo robó el fuego y lo dio a los hombres. Pero cuando Zeus se enteró, ordenó a Hefesto atar su cuerpo al Monte Cáucaso, donde Prometeo permaneció durante varios años. Cada día un águila descendía sobre él y devoraba sus entrañas, que volvían a crecer en la noche”. Sin duda, sus reservas morales llevaron a Oppenheimer a oponerse al desarrollo de la bomba de hidrógeno o “superbomba”, un arma genocida y poco práctica en su juicio, dando lugar a una insuperable rivalidad con el físico húngaro Edward Teller, el respectivo “Padre de la Bomba H” y principal impulsor de dicho proyecto. Lo cual a su vez condujo a la ruina pública de Oppenheimer, al hacerse sospechoso por dicha oposición, ahora sumada a sus estrechas relaciones con comunistas durante sus años como profesor en Berkeley, a los ojos de quienes, instigados por el senador Joseph McCarthy, se lanzaron a la "caza de rojos". Habiendo descendido de héroe nacional a supuesto espía pro-soviético, Oppenheimer tuvo que soportar la humillación pública de ser sometido a unos juicios de seguridad en 1954 que concluyeron con la suspensión de su acreditación de seguridad de la Comisión de Energía Atómica –institución cuyo comité asesor general llegó a presidir– y de ver cómo viejos colegas y amigos como Teller testificaban en contra suya. Desilusionado y abatido, tras la guerra Oppenheimer encontró de nuevo un más tranquilo refugio en la academia, acaso su lugar natural, aceptando el cargo de director del Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, donde permaneció el resto de su vida y pudo de nuevo departir con hombres como Einstein, por entonces ya concentrado en la búsqueda de la elusiva teoría del campo unificado, y Von Neumann, que trabajaba en el desarrollo del primer computador. Así, las secuelas morales del uso de la bomba y los abusos y traición de un gobierno al que tanto sirvió conspiraron para consumar la destrucción –pública y personal– de este creador y destructor de mundos, un científico de mucho mérito pero acaso subvalorado y opacado por la ominosa sombra del hongo nuclear que él mismo ayudó a gestar, y que siempre pesó sobre él.
Juan Diego Serrano
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