NEWTON, EL ANTITRINITARIO DE TRINITY COLLEGE
Pocos hombres han tenido más impacto e influencia en la ciencia y en el pensamiento humano en general que Isaac Newton (1642-1727). Y pocas figuras tan interesantes, complejas y multifacéticas han adornado la historia de la ciencia. Amado por sus espectaculares logros científicos y a la vez repudiado por su mezquindad hacia otros rivales científicos de gran mérito y talento a quienes eclipsó como Gottfried Leibniz, Robert Hooke y John Flamsteed. Richard Westfall, quien pasó veinte años de su vida estudiando a Newton para escribir Never at Rest (“Nunca en Reposo”), una monumental biografía científica de 900 páginas, confesó que mientras más había estudiado a Newton más se había alejado de él. No sin razón la placa que acompaña la estatua de Newton en la capilla de Trinity College reza qui genus humanum ingenio superavit (“quien superó en ingenio al género humano”).
Aislado en una remota aldea de la Inglaterra rural, este solitario joven se enseñaba a sí mismo latín, matemáticas y filosofía natural mientras se ocupaba de las labores del campo, o, más bien, las descuidaba. Más tarde explicaría el funcionamiento de las mareas, probablemente sin haber visto nunca el mar, pues a pesar de su longevidad –moriría a los 84 años, rico y colmado de honores, entre los que se cuentan haber ocupado la Cátedra Lucasiana de Matemáticas en Cambridge, haber presidido la Royal Society y la Casa de la Moneda en Londres y haber sido nombrado caballero (Sir Isaac Newton) por la reina Ana– este hombre, que descifró los secretos del universo y unificó la física terrestre de Galileo y la física celeste de Kepler apenas se desplazó entre su aldea natal de Woolshtorpe, Cambridge y Londres.
Gracias a un tío materno y a un maestro de su escuela rural, a sus 19 años el joven Isaac se matriculó en el Trinity College de la Universidad de Cambridge en 1661. Antes aún había comenzado a consignar sus primeras reflexiones, a partir de sus extensas lecturas autodidactas, en un cuaderno que tituló Quaestiones Quaedam Philosophicae (“Ciertas Cuestiones Filosóficas). Tras declarar allí que era amigo de Platón y de Aristóteles pero su mejor amiga era la verdad, se ocupó de temas tan diversos como los átomos y el vacío, la luz, los colores, el movimiento y la gravitación, temas que anticipan el amplio repertorio de sus descubrimientos y trabajos científicos. Antes de finalizar el siglo XVII, había inventado una nueva rama de las matemáticas –el cálculo, fuente de su célebre disputa de prioridad con Leibniz– y un nuevo tipo de telescopio que empleaba espejos en lugar de lentes y le valió su incorporación a la Royal Society, la asociación científica más prestigiosa de Inglaterra; había descubierto que la luz es una mezcla homogénea de colores con diferentes índices de refracción y que una sola y misma fuerza hace caer los objetos a la Tierra y mantiene a la Luna y los planetas en órbita; y además había formulado las leyes básicas del movimiento y la gravitación en su monumental obra Philosophiae Naturalis Principia Mathematica (“Principios Matemáticos de la Filosofía Natural”), que vio la luz en 1687.
Gracias a los monumentales logros de la mecánica newtoniana –una misma física para los cielos y la Tierra– conocemos a Newton más como físico y matemático. Lo que no conocemos tan bien son sus otras facetas: Newton el teólogo, el alquimista y el historiador. Pues Newton dedicó tanto tiempo y estudio, o acaso más, a dichas disciplinas, que a la filosofía natural y las matemáticas. Escribió alrededor de un millón de palabras sólo sobre teología, estudió a fondo los textos bíblicos y los de los padres de la Iglesia, las profecías del Apocalipsis, la cronología de los antiguos reinos y los textos de los alquimistas. Combatió con ardor la herejía trinitaria –introducida, según él, por Atanasio en el siglo IV–, a su juicio la mayor perversión de la historia del cristianismo, así como la divinidad de Jesucristo, intentó reconstruir el destruido Templo de Jerusalem a partir de los textos bíblicos y luchó por recobrar la prisca sapientia o sabiduría antigua, perdida y corrompida desde hace siglos. Estas disquisiciones, por supuesto, fueron confinadas a sus manuscritos privados –sólo conocidos póstumamente y algunos de ellos no hasta el siglo XX, gracias en parte a una subasta de los mismos– pues sus contenidos escritos heréticos le hubieran valido la expulsión de la universidad.
En su búsqueda de los principios activos que subyacen al movimiento y al cambio en la materia bruta e inanimada Newton se sumergió también en los arcanos escritos alquímicos, complementados con experimentos en su laboratorio personal, para concluir que en última instancia la causa final de las mutaciones y el dinamismo de la naturaleza, y de fenómenos como la gravitación, no es mecánica sino metafísica. Por esto fue acusado por los continentales, liderados por Leibniz y Huygens, de reintroducir las cualidades ocultas en la filosofía natural. Pero Newton sólo era cauto. No fingía hipótesis sobre las causas últimas y hoy todavía, en en siglo XXI, los científicos ignoran la verdadera causa o mecanismo que subyace a la gravitación, aunque Albert Einstein proporcionaría en el siglo XX una explicación diferente a la newtoniana, no en términos de fuerzas atractivas sino de la distorsión en la geometría del espacio-tiempo por la masa y la energía que lo permea.
Entre los triunfos explicativos y predictivos de la física newtoniana se cuentan el flujo y reflujo de las mareas, debidas a la influencia gravitacional de la Luna y el Sol sobre las aguas marinas; la forma achatada de la Tierra en el ecuador debida a su rotación, verificada por expediciones a Laponia y Perú en la década de 1730; el retorno de un cometa periódico en 1758, bautizado luego en honor a su amigo Edmond Halley; y el descubrimiento en 1846 de un nuevo planeta que nadie antes había visto: Neptuno. Basándose en las perturbaciones gravitatorias predichas por Newton, los matemáticos Urbain LeVerrier y John Adams, de manera independiente, dedujeron la presencia de un cuerpo de masa planetaria más allá de la órbita de Urano, y a partir de complejos cálculos matemáticos predijeron la ubicación precisa del mismo, verificada luego telescópicamente.
Se ha dicho que la física de Einstein reemplazó, sustituyó o incluso refutó la física de Newton, pero esto no es cierto. La física relevante para nuestra experiencia cotidiana y nuestra tecnología actual sigue siendo la newtoniana. Einstein, con sus teorías especial y general de la relatividad, sólo complementó o extendió el dominio de dicha física a velocidades próximas a la de la luz, que aún permanecen lejos del dominio de nuestra experiencia cotidiana pero describen bien el comportamiento de objetos más exóticos como partículas subatómicas y agujeros negros. Por otra parte, nuestros vehículos, aviones, cohetes, satélites y sondas interplanetarias, funcionan de acuerdo a las leyes de Newton. Sin embargo, su descubridor fue modesto al declarar: “No sé lo qué pareceré al mundo, pero en lo que a mí respecta parezco haber sido sólo un muchacho jugando a la orilla del mar, distrayéndome al hallar de cuando en cuando un guijarro más liso o una concha más bella de lo ordinario, mientras el gran océano de la verdad se extendía ante mí, todo él por descubrir”. Tres siglos después, los científicos contemporáneos podrían decir exactamente lo mismo.
Juan Diego Serrano
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