LUZ ANTIGUA
Mirar al cielo es siempre mirar al pasado. Siempre suelo comenzar mis charlas y cursos de astronomía con esta afirmación simple pero a la vez profunda y sorprendente. Aunque parezca increíble, todo lo que vemos en el cielo, desde los astros más familiares como el Sol y la Luna hasta las galaxias más remotas, emite radiación electromagnética, no sólo en forma de la luz visible que captan nuestros ojos sino también de otras frecuencias como radio, rayos X, ultravioleta e infrarrojo. Y esas ondas electromagnéticas se propagan todas invariablmente a la velocidad de la luz, 300.000 kilómetros por segundo, que según la teoría de la relatividad de Albert Einstein es el límite de velocidad –y de la transmisión de información– en el universo conocido. A esa velocidad podríamos darle la vuelta a la Tierra más de siete veces en un segundo, ir a la Luna en un poco más de un segundo, e ir al Sol en ocho minutos. Pero si quisiéramos ir a los otros planetas de nuestro sistema solar tardaríamos unas horas, y a las estrellas más cercanas años, viajando a esa misma velocidad. De ahí el concepto astronómico de año-luz, la distancia recorrida por la luz en un año, que en distancia sería cerca de una decena de millones de millones de kilómetros. Y dado que esta velocidad, aunque inimaginablemente rápida para nosotros, es finita, no podemos obtener información instantánea sobre los cuerpos celestes: siempre hay un retraso que depende de la distancia que nos separe de dichos cuerpos. Por esta razón, cuando vemos cualquier astro, siempre estamos viendo su pasado y nunca su presente. Lo que vemos es luz antigua.
Foto tomada de: https://apod.nasa.gov/apod/image/1903/M104_Hubble_rba.jpg
Lo mismo ocurre con las ondas de radio y televisión que han salido de la Tierra, expandiéndose en una burbuja esférica centrada en nuestro planeta y que se extiende a unas decenas de años-luz a la redonda. Aunque estas ondas también se van haciendo más débiles con la distancia, si hubiera una civilización extraterrestre que contara con radiotelescopios en ese radio de distancia, en principio podría escucharnos. Más allá de esa burbuja en expansión, aunque haya civilizaciones con radiotelescopios, no pueden detectarnos porque nuestras ondas no han tenido tiempo de llegarles y si apuntan sus instrumentos hacia nosotros sólo habría silencio absoluto.
Próxima Centauri, la estrella más cercana al Sol, está a poco más de 4 años-luz, es decir, tardaríamos cuatro años viajando a 300.000 kilómetros por segundo en ir allí. O en otras palabras, cuando la vemos, la vemos como era hace 4 años y no como es en el presente. Pero tardaríamos unos 30.000 años en ir al centro de nuestra galaxia, la Vía Láctea, o 100.000 años en cruzarla, viajando a la misma velocidad, y casi el doble en ir a las Nubes de Magallanes, nuestras más célebres galaxias satélites. Cuando damos el siguiente salto y pasamos a distancias intergalácticas, las cifras ascienden a millones de años-luz. Así, la luz que nos llega hoy de la galaxia de Andrómeda, una de nuestras vecinas del Grupo Local, emprendió su viaje hacia nosotros cuando nuestros ancestros homínidos apenas hacían sus primeras herramientas de piedra y estaban todavía muy lejos de poder hacer telescopios con los cuales captar dicha luz. Hoy, dichos telescopios son nada menos que máquinas del tiempo que nos permiten ver y estudiar el pasado del universo. Pero si damos un salto a los cúmulos de galaxias distantes, mucho más allá del Grupo Local al que pertenecen la Vía Láctea y Andrómeda, estaremos viendo luz que partió hacia nuestros ojos y nuestros telescopios cuando los dinosaurios aún dominaban la Tierra. Y cuando vemos las galaxias y quasares más remotos del universo conocido, fotografiados por el Campo Profundo del Telescopio Espacial Hubble, vemos luz que emprendió su largo recorrido a través del universo cuando éste era mucho más joven y cuando nuestra Tierra, nuestro Sol y nuestro Sistema Solar no se habían formado aún. Es decir, vemos estas galaxias cuando eran jóvenes y no tenemos manera de saber cómo son ahora. Si en alguna de ellas hubiese astrónomos con telescopios como los nuestros en este mismo momento y pudieran vernos, verían una Vía Láctea en su infancia, muy distante aún temporalmente de albergar vida inteligente en un pequeño rincón de uno de sus brazos espirales. Y más allá de esa frontera de visibilidad puede que haya millones y millones más de galaxias cuya luz, en toda la edad del universo, aún no ha tenido tiempo de llegarnos, por eso hablamos del universo conocido y de un horizonte cósmico de visibilidad más allá del cual no podemos ver.
He aquí la magia y la experiencia casi mística de ver directamente a través de un telescopio: el ser consciente de que esos fotones de luz que impactan en nuestra retina han estado viajando años para llegarnos, o en el caso de las galaxias, millones de años. Luz que emprendió su viaje hacia nosotros antes de que existiéramos, antes incluso de que los humanos como especie existieran. Luz verdaderamente antigua!
Juan Diego Serrano
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